“No entiendo cómo los otros jueces ignoraron las pruebas. El mayor dijo: ‘Es culpable’. Eso bastó. Me ordenó es­cribir la sentencia. Durante una semana es­tuve hecho un lío. Redacté 300 páginas y le condenamos a muerte. En un anexo añadí que no estaba de acuerdo, pero me obliga­ ron a callar”, recuerda Norimichi Kumamo­to, ex magistrado japonés. El crimen juzgado, el asesinato de cuatro personas de una mis­ma familia en 1966 en Shimizu (Japón). El acusado, Iwao Hakamada, un ex boxeador profesional que lleva proclamando su ino­cencia desde entonces. Su destino, la horca. Los magistrados, tres: dos a favor y uno en contra, el más joven, Kumamoto. La prueba de peso, la confesión firmada por Hakamada tras 23 días de interrogatorio: 277 horas fren­te a 37 minutos de consejos para su defensa.

Iwao Hakamada, de 74 años, es hoy el preso que más tiempo lleva condenado a muerte en todo el mundo, más de 42 años, según Amnistía Internacional. Japón es la otra gran democracia industrializada donde todavía se aplica la pena capital, además de EE UU. Pero, a diferencia de allí, en el país asiático impera el secretismo. Encarcelados en solitario, sin comunicación con otros re­clusos, en una celda del tamaño de tres tatamis (menos de cinco metros cuadrados) de la que no salen más de 45 minutos diarios, cada amanecer es una tortura psicológica. Porque la mayor particularidad de la pena de muerte en Japón es que los presos desco­nocen cuándo serán ejecutados. Se les avisa con una hora de antelación, por la mañana, el mismo día del ahorcamiento, el único método utilizado desde 1873. No hay des­pedidas ni última cena. Solo un breve stop frente a un altar budista. Familiares directos y abogados, los únicos que pueden visitar al reo durante su condena, son informados a posteriori de la ejecución. Se trata de “evitar que el preso se perturbe”, defienden en el Ministerio de Justicia, aunque irónicamente consigan lo contrario, un estrés aterrador.

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