Cuando a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX la economía de Shanghái empezó a competir de tú a tú con su vecina Suzhou, la historia dio un giro decisivo que explica, en parte, los dos siglos posteriores y la actual supremacía comercial mundial china. En aquella época de exportaciones de algodón, seda y fertilizantes, la situación geográfica de la primera ciudad respecto a la segunda colocó a Shanghái en una situación ventajosa. Esta tenía acceso directo al imponen- te río Yangtsé, además de a un afluente del mismo como el Huangpu, lo cual le colocaba en el lugar más estratégico de todos para la conexión comercial entre China y el exterior, especialmente Occidente, a través del mar. El puerto de la ciudad creció veloz, más aún tras la primera guerra del opio entre Reino Unido y China (1839-1842) finiquitada con el Tratado de Nanjing, que en esencia ofrecía el puerto de Shanghái a un comercio mucho más aperturista. A partir de entonces, compañías y bancos británicos, franceses, belgas y japoneses florecieron a lo largo de la orilla del Huangpu. El poderío colonial se aglutinó en un paseo de apenas dos kilómetros llamado Bund, que hoy combina su sabor de antaño con el de la explosión económica china de finales del siglo XX. En la otra orilla, el Pudong asombra con sus rascacielos futuristas.

Shanghái es ahora, gracias a esa combinación de pasado y presente, una megalópolis de 24 millones de personas. Una ciudad que, como el 70% de las grandes urbes del planeta, se asienta junto a la costa. Y es que el ser humano siempre ha sabido que la salida al mar era sinónimo de beneficio. Sin embargo, la sobreexplotación ha llevado a los océanos al límite. Sabemos que sus recursos no son infinitos, y que no los estamos cuidando bien. No curamos la herida, sino al contrario. El caso de la urbe china es un ejemplo. Su cercanía al agua ha sido vital para su desarrollo desde hace 200 años, pero a costa de un impacto medioambiental muy severo. La aplastante contaminación del mar así como la polución del aire que envuelve en una neblina ocre casi permanente a Shanghai –y en realidad a buena parte del país– son el precio ambiental a pagar a cambio de esos productos made in China que todos poseemos. “No creo que haya dos lados, uno con las compañías que son malas y otro con los consumidores buenos. No es tan sencillo. Todos juntos somos responsables”, señala Yann Arthus-Bertrand, fotógrafo francés famoso por sus imágenes aéreas por todo el mundo (La Tierra desde el cielo es su trabajo más conocido).

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