Es la sensación de estar en el fin del mundo. El mar arroja el primer iceberg. Aparece a unos ochenta metros a babor, inerte. Después le seguirá otro. Luego, decenas. Centenares. Miles. El Esperanza, uno de los tres buques de la organización ecologista Greenpeace, aminora la marcha al alcanzar el mar despedazado, del que alertaba el radar horas antes con unos puntitos fosforescentes. En el puente, además del capitán, viaja un piloto de hielo, asesor para este tipo de mares. En la proa, el ruido del casco contra los bloques congelados rompe el silencio: aparta algunos y cabalga sobre otros, partiéndolos con el peso del barco. Entre los trozos resultantes penetra un torrente de agua, dando vuelta al hielo como a una peonza, buscando su nuevo equilibrio dentro del agua. Cubos de hielo gigantes y afilados, blancos y azul piscina.

Cuando el reloj marca las últimas horas del día, el barco se detiene en la inmensidad helada. Decenas de aves revolotean junto al buque, mientras los marineros apuran la jornada en la sala de estar del Esperanza, charlando, recordando mil anécdotas una y otra vez contadas, escuchando música y bebiendo cerveza entre amigos: el alcohol solo está permitido a partir de las seis. Por los ventanucos entra la luz del verano polar, 24 horas ininterrumpidas de claridad que burla los biorritmos. El sol, a esta latitud, bordeando los 80 grados norte, apenas calienta. En cubierta, los fumadores apuran sus cigarrillos con unas temperaturas que rozan los cero grados centígrados, aunque a veces el viento baje la sensación térmica hasta los menos 20. Estamos a principios de agosto.

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